Con mis propias manos puedo crear - Entrevista a Florencia O’Ryan, exalumna Waldorf y bailaora

Florencia O’Ryan Zúñiga, exalumna del Colegio Waldorf  Giordano Bruno de Santiago de Chile, creció en un entorno educativo que despertó su creatividad, su sensibilidad artística y su confianza en crear con sus propias manos. Hoy, consolidada como bailaora y coreógrafa, comparte una trayectoria que une arte, búsqueda interior y autenticidad.

 

Fotografía: Pablo Triste

 

Conversamos con ella para conocer cómo aquella experiencia en la escuela Waldorf marcó su manera de ver el mundo y sigue inspirando su trabajo en los escenarios.

¿Cómo llegas a la educación Waldorf?

Junto a mi hermana melliza. Somos las menores de una familia de siete. Todos mis hermanos fueron a un colegio Waldorf, y así llegamos al Giordano Bruno, en Santiago de Chile. No sé realmente cómo lo conoció mi padre, pero mis padres cuentan que él le propuso a mi madre que nos educáramos allí. Ella tuvo mucho miedo al principio, porque era algo muy diferente en ese momento, al menos en Chile. Pero fue a visitar un kínder, lo vio y comprendió enseguida que ese era el lugar para sus hijos. Creo que fue una mezcla de suerte y una gran convicción por parte de ambos.

¿Cuántos años estuviste en el colegio?

Estuve solo en la etapa básica, desde kínder hasta octavo. Llevo veinte años aquí y todavía me cuesta traducir los cursos, pero serían los primeros ocho de los doce años previos a la universidad. Hice los ocho en el  Giordano y luego los últimos cuatro en un colegio común y corriente, no Waldorf.

Tu propuesta artística es muy profunda, hablas de ciclos, de transformación… ¿Sientes que tu paso por Waldorf te ha influido? ¿De dónde viene tu inspiración?

Creo que la inspiración viene de muchos lugares: la música, el cine, las experiencias… Pero sin duda hay muchísimo de mi educación en el colegio. Eso nos constituye en gran parte.

Desde pequeños la música era esencial: tocar un instrumento, cantar juntos… En un proyecto reciente en Las Rozas, por ejemplo, hicimos un vestuario con faldas de papel. Que no hay nadie que nos haga las faldas, por ejemplo. Las hacemos nosotras. Está esa cosa de: “Ah, vamos a hacer el vestuario con falda… pues yo, con mis propias manos, puedo crear eso”. Todo lo construimos nosotros mismos, con materiales naturales: madera, panderos, chelos.

Creo que ahí está muy presente lo aprendido en el colegio. Esa idea de crear con tus propias manos, de pasar de la idea a materializar. En el colegio hacíamos nuestros pijamas, cocinábamos, cultivábamos huertos, comíamos nuestras propias lechugas… Aprendías que podías hacer las cosas tú mismo. Y sí, creo que eso marca mucho la manera en que luego una se enfrenta a la vida.

 

Fotografía: Pablo Triste

Cuando estudiabas, ¿ya sabías que querías ser artista o bailarina?

Pensaba que quería dedicarme al circo, al teatro, a la danza o a la música. Durante mucho tiempo creí que haría música. Mi hermana Isidora, en cambio, pensó que sería bailarina, y al final fue al revés: ella se dedicó a la música y yo al baile. Desde pequeñas nos encantaba Euritmia; era una asignatura preciosa, muy física. El escenario, las giras… todo eso lo tenía claro desde niña.

¿Y viniste directamente a estudiar baile flamenco?

Sí. Salí del colegio y entré a estudiar danza en la Universidad de Chile, en la licenciatura en arte con mención en danza. Paralelamente, daba clases de flamenco en una escuela de barrio; llevaba tres años allí.

No me gustó mucho el enfoque de la universidad y, justo en ese momento, estaba haciendo butoh. Necesitaba algo que me removiera igual de profundo, y encontré eso en el flamenco. Decidí venir a España: quería estudiar, pero también vivir fuera de Chile y buscar mi identidad.

Toda mi vida había estado junto a mi hermana, éramos “las mellis”, así que necesitaba ese espacio propio. En esa búsqueda me enamoré del flamenco, y me quedé aquí.

¿Cuál es el recuerdo más bonito que tienes de la educación Waldorf?

Recuerdo que me encantaba ir al colegio. Me gustaban mucho las tardes en el huerto, estar en contacto con la tierra. Era precioso, todo campo. También me encantaban las clases en las que tocábamos y cantábamos juntos, esa sensación de comunidad, de hacer música en grupo, al unísono.

No tengo malos recuerdos, al contrario. Es una educación muy cálida, muy orgánica, muy sabia.

Del kínder tengo recuerdos muy vivos: los juguetes, las cunas, el olor del aula, la cera de abejas, cuando un niño abría las cortinas, el sonido de la lira al sacarla de su caja de madera… Las clases de carpintería, el olor a serrín. Todo eso lo recuerdo perfectamente.

Si algún día tuviera hijos, no dudaría en llevarlos a un colegio Waldorf.

Si pudieras dar un mensaje a una madre con un hijo o hija que quiera dedicarse a la danza o al arte, ¿qué le dirías?

Primero la felicitaría.

Y le diría que apoye a su hijo o hija, sea o no en un colegio Waldorf. Siempre es mejor tener apoyo, aunque cuando el camino está claro, uno sigue adelante incluso sin él. Pero es más fácil con acompañamiento y escucha.

Además, en un entorno Waldorf hay muchas posibilidades de que un niño conecte con su lado artístico, aunque no se dedique profesionalmente a ello. Así que le daría la enhorabuena y le animaría a acompañarlo en ese proceso.

¿En tu carrera profesional te has encontrado con más personas que vengan de Waldorf? ¿Las reconoces?

En el mundo del flamenco no, porque es un ámbito muy distinto; no hay muchos que vengan de Waldorf. Pero sí en otros contextos: amigos, encuentros, espectáculos. Y sí, se nota enseguida.

¿En qué lo notas?

En la libertad. Una vez compartí escenario con un chico que también bailaba algo de flamenco, y su manera de crear era muy distinta, muy libre, muy sensible.

El flamenco tiene su propio universo, con raíces gitanas y una cultura muy marcada, que se aleja mucho de la chilena. Pero este chico cantaba, tocaba instrumentos, componía, y se notaba esa formación más abierta, esa sensibilidad en distintas áreas artísticas.

¿Hay algo que eches de menos de aquellos tiempos?

Claro, es una parte muy lejana, muy de la infancia, pero muy entrañable. Me encanta ir a casa de mi hermana Gaby, porque ahí están mis sobrinos. El otro día les ayudé con las tareas, vi sus ceras, sus cuadernos, la casa de madera… y me conecté de nuevo con ese mundo.

Es una manera de volver a esa infancia: dibujamos, tocamos el piano, cantamos. Si además hay una vela encendida, ya es perfecto.